martes, 2 de julio de 2019

Lo demás son ciudades


Francesc Rovira Llacuna 
Escriptor i crític literari
                           ***
El proper dijous, 4 de juliol, a les 7 de la tarda presentaré a La Llar del Llibre “Lo demás son ciudades”, un recull de relats curts escrits per nou autors barcelonins, bons amics mes, tots ells escriptors experimentats que, a més, són professionals de les lletres, ja sigui com a professors de literatura, ja sigui com escriptors o com a guionistes de televisió.



El llibre relata nou històries diferents, però amb uns fils comuns. N’estic convençut de que aquells que sou escriptors, guanyareu alguna qualitat narrativa després d’haver-lo llegit.
Els autors són:

Eugenio Asensio
Àngels Campos
Jordi Gamero
Amanda Gamero
Mercedes Gascón
Javier López
Herminia Meoro
Mariela Puértolas
Pedro Lara Vázquez








miércoles, 31 de agosto de 2016

ATRIUMLITERARIO





Francesc Rovira Llacuna en el programa "Convénzeme", con Mercedes Milá. Intenté convencerla de las excelencias de "Madame Bovary", de Gustave Flaubert y de la grave falta de verosimilitud de "La fortaleza digital", la primera novela que escribió un joven debutante llamado Dan Brown.
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Primeros capítulos de mi anterior novela:


     Héroe en la casa de los vientos


Preliminar
“El final de los tiempos se cernía sobre el mundo mucho antes de lo anunciado en el Apocalipsis. Ése fue —al menos— el significado que mi joven imaginación atribuyó a los sonoros toques horarios del reloj de la iglesia mientras caía la última tarde de aquel verano.
Al concluir las campanadas, abandoné mi puesto de mando y me dirigí al barracón procurando caminar con aplomo, como si marcara el paso; no quería aparentar ningún signo de vacilación. Me detuve unos segundos en la puerta para acostumbrar mis ojos a la penumbra; la bombilla del fondo seguía fundida, y el pequeño tragaluz filtraba poco más que el silbido del viento y el cercano rumor de las olas. Dentro, sólo se oían toses y algún débil quejido.
—¡Tomás! —la voz profunda del coronel Guinness me llamó desde la última fila de literas.
Lo busqué casi a tientas, sorteando decenas de camas puestas en desorden. El aire olía a hospital y a desánimo; aquellos pobres combatientes veían pasar mi sombra como un mal presagio.   
—Quiero la verdad, Tomás —aunque su tono era firme, apenas le brotaba un susurro—. Me han llegado rumores inquietantes. ¿Es verdad que el Alto Mando no nos dejará tiempo para evacuar la zona?
Era yo y no el Alto Mando quien había tomado la decisión, pero ¿para qué entrar en matices innecesarios? Me incliné sobre él para no tener que alzar la voz. Sus ojos, inyectados en sangre, parecían los últimos vestigios de vida en aquel rostro de cera. La profunda herida del tórax había manchado la sábana de un rojo negruzco.
—¿La verdad? —hice una pausa. Pensé que un amago de falsas esperanzas habría resultado poco verosímil y, sin duda, más cruel que la propia verdad—. La verdad, Alec, es que estás malherido y aquejado de fiebres; igual que todos. Echa un vistazo a tus hombres: los que no han caído bajo el fuego de los japoneses van sucumbiendo a la malaria; aunque intentáramos la evacuación, ninguno duraría más de una semana.
Alzó trabajosamente la cabeza, en un intento de contemplar el dolor que albergaba el barracón: un viejo aserradero perdido en la jungla del Pacífico, casi en la desembocadura del río Kwai. Lo habíamos habilitado como enfermería de campaña para atajar las fiebres, pero después del intercambio de plomo y metralla que había seguido a la voladura del puente, apenas daba abasto para albergar a todos los heridos.
—¿Y Elisabeth? ¿Qué va a ser de ella?  
—¿Elisabeth? —me senté despacio sobre un saco de serrín; sólo quería ganar unos pocos segundos para ver el modo de mitigar la crudeza de la situación—. No temas por Elisabeth —le señalé la cama vecina, donde yacía la joven, a la que los ardores de la fiebre sumían en la inconsciencia y encendían las mejillas otorgando un nuevo matiz a su extraordinaria hermosura—. Nunca vas a perderla. Te acompañará, vayas donde vayas, y la tendrás entre tus brazos por los siglos de los siglos.
Le sobrevino un acceso de tos seca, provocado en parte por el polvo del saco de virutas. Cuando se calmó, le pasé un pañuelo por los labios para quitarle el hilillo de sangre y le tendí la botella de whisky, casi vacía, que tenía sobre los maderos improvisados como mesilla.
—Pero… ¿y los favores que me debes? —alzó la cabeza y apuró el whisky de un solo trago.
—¿Te debo favores? —le tomé la botella—. Tiene gracia —exclamé—; tú me debes la existencia.
—¿Y cuántas cosas tienes que agradecerme tú? —sus ojos me apuntaron con suma indignación—. He ocupado tu sitio en primera línea para que no te hiriera la metralla, he soportado las fiebres en tu lugar, he peleado a muerte con ese maldito japonés, el coronel Sato, chapoteando en aguas infectas. Hasta he llegado a suplir tu falta de arrojo cortejando por ti a la chica que amas en secreto —señaló a Elisabeth—. ¿No vas a mover ni un dedo para evitar que nos maten?
Tenía razón. Ninguna palabra podía refutar sus argumentos. Y, para colmo, esa última tarde me asaltaba una terrible duda: quizás el odioso militar japonés, con quien el coronel Guinness había librado un duelo mortal en el río, hasta dejar su cadáver sumergido en aguas ensangrentadas, no había sido del todo perverso. Tal vez ese cuerpo que ahora flotaba en la desembocadura, como un muñeco a merced de las olas, había poseído el derecho de todo ser humano a defender sus causas. Pero, conociendo al coronel, pensé que mis vacilaciones habrían encendido su ira.
—Lo siento, Alec —le dije—. No sabes cuánto he deseado que tú y Elisabeth sobrevivierais a la guerra y llegarais a formar un hogar. Pero los acontecimientos se me han ido de las manos y el tiempo apremia. El Alto Mando ha decidido que éste verano sea el último; quiere que no quede ningún rastro de la batalla; y soy yo quien carga con esa amarga misión —me puse en pie y, sin querer, di un leve cabezazo a la inservible bombilla, que quedó oscilando como un péndulo.
—Pues, si ése es nuestro destino —volvió a toser un poco—, acabemos ya. No quiero ver sufrir a Elisabeth.
Tragué saliva y moví la cabeza en señal de afirmación.
El coronel, sacando a relucir las pocas fuerzas que le quedaban, se incorporó hasta apoyar los pies en el suelo, se inclinó sobre la cama vecina para besar a Elisabeth y, haciendo gala de su inveterada flema británica, encendió con deliberada parsimonia un enorme cigarro puro —un toscano, creo— que tenía en la mesilla. Al exhalar la nube de humo azul, noté que su orgullo le obligaba a realizar cierto esfuerzo por reprimir el picor que le debía de abrasar la garganta.
—¡Venga! ¿A qué esperas? —se plantó muy tieso, mirándome como si desafiara a un imaginario pelotón de fusilamiento—. Toda mi vida he jugado con la muerte; no me harás temblar ahora—. Y, para mi sorpresa, se puso a silbotear la tonadilla de una pegadiza marcha militar cuyos acordes me resultaban absolutamente familiares. 
Me sequé los ojos con el dorso de la mano, le di la espalda sabiendo que jamás nuestras miradas volverían a cruzarse y salí cabizbajo. El disco enorme de la luna asomaba por Gregal como una gran bola de fuego. Completamente ofuscado, subí a mi puesto de mando y eché un último vistazo a la panorámica de la desembocadura, con sus arenosos meandros rodeados de exuberante selva que, en otras circunstancias, habría resultado una réplica del Paraíso. De nuevo me sobresaltó el reloj del campanario que, al tañer ruidosamente, me significó el inicio de la cuenta atrás.
Al concluir las campanadas, decidí que había llegado la hora. Dejé transcurrir unos segundos, contuve la respiración y pulsé despacio el botón rojo. La mano me temblaba un poco, me sentía las palmas húmedas. Tras un instante que me pareció eterno, ocurrió lo que había imaginado decenas de veces que ocurriría si, por desgracia, llegaba ese momento:
Un resplandor tan brillante como un millón de soles cegó los ojos de todo ser viviente; un calor infinito abrasó la tierra hasta sus entrañas; sonó el estruendo más ensordecedor que jamás haya desgarrado el oído humano. El aire se volvió incandescente, se evaporó el mar y se sublimaron los cuerpos. Un apocalíptico hongo de fuego abarcó toda la selva y empezó a crecer infinitamente hacia los treinta y dos puntos cardinales de la rosa náutica.
Sí. Aquella tarde de agosto la humanidad fue borrada de la faz de la tierra. Supe que el tiempo no iba a retroceder, como tantas otras tardes. El coronel Guinness ya no volvería a vencer a los japoneses; las tropas aliadas no repetirían su desembarco en Guadalcanal ni sucederían más horrores como el de Hiroshima. Tampoco volvería a brotar del alma humana una pasión sin límite, como la que había unido a la joven Elisabeth —mi primer amor de juventud— y al apuesto coronel, a quien yo consideraba mi alter ego. No. Esa reacción en cadena significaba el definitivo fin de los tiempos.
Nadie me lo había anunciado aún, pero estaba convencido de que aquéllas iban a ser mis últimas vacaciones en la casa de los vientos (era la casa de mis abuelos, y la llamábamos de ese modo por el mosaico que había en el suelo, frente a la puerta de la entrada, que representaba la rosa náutica con sus puntas señalando los correspondientes vientos).

El coronel, frente al puente que salvaba el río Kwai
Han pasado treinta años y una duda permanece en mi memoria: es posible que, después de abandonar el cuarto de los juegos, y antes de que mi dedo pulsara el botón fatal, el valeroso coronel, a quien yo prefería llamar por el nombre del actor que protagonizaba El puente sobre el río Kwai —la gran película de mi infancia— empleara sus últimas fuerzas en alzar a Elisabeth de su camilla y llevarla en brazos hasta el refugio. No puedo asegurarlo, pero tal vez Alec Guinness y su amada se resguardaron a tiempo y quedaron como únicos supervivientes. Puede que sus heridas no fueran necesariamente mortales. Quién sabe si sanaron de la malaria y, una vez diluido el hongo nuclear, salieron a la superficie para volver a prender el fuego de sus pasiones en un nuevo edén. Tal vez murieron de viejos muchos años después.
O, a lo mejor, viven aún. Lo ignoro (jamás he vuelto a cruzar la puerta del desván ni he regresado a la casa de los vientos); pero me gusta creer que siguen vivos y felices, porque nunca —ni entonces de niño ni ahora de adulto— he sido partidario de los finales trágicos.

Intento que ni las circunstancias ni el transcurso del tiempo deformen mi percepción de la realidad, pero a menudo me gusta jugar con la idea de que el coronel no se resignó a quedarse en una minúscula figurita inanimada que sólo cobraba vida en el cuarto de mis juegos. Quiso ser real. Y, en el limitado universo de aquel viejo desván, donde mi abuelo serraba y cepillaba la madera, fue tan real como lo eran las personas de carne y hueso en el mundo de los adultos.
Lo engendré recortando a tijera el cartón de una inservible cajetilla de medicamentos al que di forma humana y atribuí el don de la vida; igual que Elisabeth, otra figurilla algo más menuda, en cuyo cuerpo tracé a lápiz los detalles con que mi imaginación caracterizaba los misterios de la intimidad femenina, y en la que personifiqué a la chica inalcanzable de mi naciente adolescencia. También los demás soldados de uno y otro bando fueron figuras minúsculas. Todos, hombres y mujeres —a los que movía a mi voluntad— eran miniaturas de cartón que luchaban, amaban y morían entre tacos de madera, motas de serrín y utensilios de carpintero. Yo les infundí la vida y escenifiqué con ellos las historias sucedáneas que la realidad jamás iba a concederme. Y, entre todos esos seres, el coronel Guinness se erigió en el gran héroe de mi infancia y —por qué no reconocerlo— de casi toda mi existencia.
Acabadas las vacaciones, me reintegré a la rutina del curso escolar con el anhelo de ocupar algún día, en el aún distante mundo de los adultos, el mismo lugar que el coronel había ocupado aquel verano en mi pequeño universo de cartón. Quería parecerme a él, quería hacerme un hombre alto y fornido que caminara con aplomo militar. Tal vez, con los años, llegaría a poseer su firmeza de carácter, su arrojo y —sobre todo— su poder para enamorar a Elisabeth. Sí, en esa temprana época de mi vida, el coronel Guinness fue un espejo que reflejaba todo lo que yo quería ser y no era”.
Héroe en la casa de los vientos. Fragmento de la autobiografía inédita de Tomás Quelt. (Alto ejecutivo de banca, escritor clandestino y devoto lector de Marcel Proust).



“Mis largos años de estudios sobre la mente me han llevado a la convicción de que determinadas experiencias de la infancia, en apariencia olvidadas, sobreviven enquistadas en el desván de la memoria.
Y siempre llega el día en que, sorprendentemente, aun aplastadas bajo el peso de un sinfín de vivencias posteriores, se inflaman en la mente adulta, y emergen con renovada consistencia, aunque sea en sueños o adoptando un nuevo aspecto que las hace irreconocibles”.
Sigmund Freud.




1. Primera visita
Mientras despedía al taxista, Tomás Quelt sintió una punzada de intranquilidad en la boca del estómago. Se había formado una vaga noción de lo que podía depararle esa lluviosa noche de mediados de primavera, pero estaba lejos aún de sospechar que las próximas horas iban a marcar un antes y un después en su vida.   
Contempló, inquieto, cómo el vehículo se perdía al doblar la esquina, dejando tras de sí una estela de humo blanquecino. Se refugió bajo el voladizo que cubría la entrada del inmueble preguntándose aún si no habría empleado mejor su tiempo quedándose en el banco, donde solía permanecer largas horas diseñando las campañas de expansión, planificando la política de inversiones o presidiendo las sesiones del comité de dirección. Cerró el paraguas y volvió a comprobar, a la luz de la farola, las señas de la tarjeta: la dirección era correcta, pero el lugar no era, ni por asomo, como lo había imaginado. El viejo bloque de oficinas presentaba un aspecto de semi abandono, como la mayoría de casas de aquel oscuro callejón, sobre cuyos tejados parecían vagar los fantasmas de la expropiación y el derribo.
Al entrar en el ascensor, un destartalado montacargas que, sorprendentemente, aún funcionaba, no le extrañó el repentino sabor ácido. Más que no extrañarle, casi lo esperaba. Aquellas lejanas vacaciones en la casa de los vientos habían dejado un estigma en su cerebro, que ni siquiera la terapia —prescrita por él mismo— de redactar pasajes de su infancia para hurgar en el subsuelo de su memoria, lograba borrar. Y, desde aquel verano, se le formaba en la garganta un repugnante sabor agrio cada vez que las circunstancias le obligaban a despojarse de su caparazón. Y despojarse de su caparazón era lo que, sin duda alguna, se vería obligado a realizar esa misma noche.
Salió al rellano de la última planta, pulsó el botón de la luz y se encontró frente a una enorme puerta gris de pintura desconchada. No se podía decir que tuviera una gran fe en la persona que esperaba ver cuando se abriera, pero, en cualquier caso, poco podía perder, aparte del pequeño dispendio que iban a significar los honorarios y una ínfima parte de su valioso tiempo. 
Leyó la placa de latón pegada a la pared y llamó al timbre. Sintió un estremecimiento al imaginar qué ocurriría si alguno de los enemigos que se había labrado desde que lo ficharon como director del banco (pocos, pero con mucho poder) le viera apostado ante esa placa. Le rondó la cabeza la posibilidad de que esa cita hubiera sido minuciosamente planificada por una mente pérfida; que formara parte de una conspiración para desprestigiarle y acabar con su carrera en el banco. “Eres algo rebuscado, Tomás —se dijo—. Creer que todo el mundo anda confabulado alrededor de uno es el primer síntoma de la paranoia. Y no es tu caso”.
Un relámpago iluminó fugazmente la enorme claraboya que coronaba el rellano, y la lluvia se puso a repicar contra el cristal. El taconeo indudablemente femenino que se aproximaba precedió al golpeteo del cerrojo y al chasquido de la puerta moviéndose ruidosamente sobre sus goznes.
—Celebro que haya venido, señor Quelt —la mujer comprobó su reloj de pulsera y esbozó una leve sonrisa—. Ha sido muy puntual, a pesar del tiempo.
Era la segunda vez en su vida que veía a la doctora Geltrú: más bien alta (quizás un par de centímetros más que él), con la sonrisa prefabricada, de buena figura. Las enormes gafas de gruesos cristales probablemente le otorgaban una edad inmerecida y, a primera vista, no invitaban a caer en la tentación de buscarle cualquier atractivo más arriba del cuello.
Cuando se disponía a devolver el saludo, un sonoro trueno hizo vibrar todo el edificio y las luces parpadearon como sobresaltadas. Fue ella la que habló a continuación.
—No vea qué susto —se llevó teatralmente la mano a la solapa de su chaquetilla blanca como si tratara de comprobar que el corazón seguía en su sitio—. No soporto los truenos.
—Iba a decirle que me gusta emplear la misma puntualidad que exijo a los demás. Según dicen mis colaboradores del banco, suelo pasarme de meticuloso, pero no existe otra alternativa si queremos que el mundo funcione —adornó sus palabras con una media sonrisa—. Y ha sido usted muy amable al darme cita para esta noche, teniendo la agenda llena.
—¡Y tan llena! —lo miró de soslayo, como si buscara algún trasfondo en esa observación—. Estoy dando hora para dentro de tres meses, ya se lo he dicho por teléfono. Y no se extrañe de que estemos solos; con este tiempo me han fallado varias visitas.
—¡Vaya!, que sin pretenderlo, le he salvado la tarde.
—Se puede decir que sí. Pero vamos, pase, no se quede en la puerta.
Le franqueó la entrada a una sala de paredes desconchadas y techo alto, amueblada sólo con un par de banquetas raídas y una vieja mesilla con revistas. Tomás Quelt buscó con la mirada un lugar donde depositar el paraguas.
—Déjelo ahí —le señaló el ángulo de la desnuda pared, junto a la entrada. La práctica ausencia de mobiliario otorgaba cierto eco a sus voces, como ocurre en los inmuebles abandonados.
Pasó por su lado, casi rozándolo, y abrió la puerta que daba a un largo pasillo alumbrado por una ristra de pálidos fluorescentes. Constató que despedía un aroma suave, administrado en la dosis justa, lo que obró como paliativo del sabor avinagrado que le fabricaban sus temores.
—Sígame, por favor —tomó la delantera.
A Tomás Quelt le resultó imposible evitar que sus ojos le recorrieran minuciosamente el ajustado vaquero, simuladamente gastado por las nalgas, que la escueta chaquetilla blanca le cubría sólo hasta la mitad. De todos modos, no era su tipo: aparte de las feas gafas, la opulencia de sus caderas, aun lejos de incurrir en el exceso, contribuía a descartarla como mujer capaz de prender la chispa a sus instintos. No le pasó por alto el olor a pintura fresca y a aguarrás, esa vez real.
—Entre, señor Quelt.
La sala de consulta parecía en plena mudanza.
—Siéntese —le indicó una de las dos sillas colocadas frente a la mesa de escritorio—. Y disculpe este desbarajuste; es todo provisional —se inclinó a recoger una columna de libros sobre la que reposaba un ordenador portátil.
—Es la impresión que he sacado al bajar del taxi —se acomodó en la silla.
—El edificio está que se cae —depositó los libros y el portátil en el suelo, junto a una pila de diplomas enmarcados, aún por colgar—. Me están reformando la consulta de la Bonanova y no podré volver a instalarme allí hasta septiembre —ocupó su puesto al otro lado de la mesa.
—La Bonanova es una de las zonas más cotizadas de Barcelona —observó Quelt.
—No hace falta que me lo diga, pago una barbaridad de alquiler. Y va a costarme un pico la reforma; a lo mejor voy a necesitar un crédito de su banco —se quitó las gafas y le obsequió con una sonrisa más bien forzada, a la que Tomás Quelt se sintió obligado a corresponder.
Desprovista de las antiparras, le pareció casi fotogénica: la leve sinuosidad de los pómulos, la melenita negra de pelo lacio y los labios, finos y discretamente coloreados, mostraban un cuadro bastante armónico. A pesar de su relativa juventud, hablaba como una mujer madura y experimentada, que está de vuelta de todo. Calculó que no debía de andar lejos de los cuarenta.
Quelt recorrió con la vista el techo y las paredes quizás para perder un poco de tiempo. Acudía a la consulta como el náufrago que se agarra a la única tabla de que dispone y le trae sin cuidado la solidez del maderamen, pero un miedo absurdo le compelía a demorar la definitiva entrada en materia.
El temor estaba justificado: nunca se había postrado en el diván de un psiquiatra y ni siquiera le había pasado por la cabeza la idea de que algún día llegaría a hacerlo.
Indiscutiblemente, el despacho se podía calificar de infame, igual que todo el edificio y sus alrededores. Aparte de la foto de sobremesa —una jovencita de cierto parecido con la doctora— y los libros apilados por todos los rincones, sólo un enorme cuadro en blanco y negro apoyado en la pared, una escalera de mano tumbada y un bote de pintura blanca en la repisa del alto ventanal venían a romper la monotonía del parco mobiliario y las cuatro paredes. La humedad, sedimentada en la pintura, por debajo de los cristales, formaba manchas de diferentes formas y tamaños.
—Póngase cómodo, señor Quelt —dijo ella, depositando sobre el escritorio un folio con membrete de la consulta—. Para empezar, quiero que responda a una serie de preguntas —abrió el cajón y se puso a hurgar en un legajo de cuartillas impresas.
Quelt, que sin pretenderlo se había labrado en el banco cierta fama de experto en arte, se entretuvo a observar el cuadro aún por colgar: era la litografía de un dibujo al carbón, de tamaño casi natural, que representaba a un hombre desnudo, revolviéndose en un gesto de protección o de dolor, mientras una siniestra ave trataba de hincarle sus garras en los ojos. En segundo plano, una mujer —también desnuda— presenciaba la lucha sosteniendo un objeto difuso, que lo mismo podía tratarse de un matojo, que de la cabeza de un decapitado.
—Ya veo —dijo, con el doble propósito de simular cierto humor y aplazar unos segundos el inevitable desnudo mental—, la primera prueba consistirá en que interprete su significado.
Ella se colocó las gafas y contempló el cuadro como si fuera la primera vez que lo veía.
La posesión - 1974, rezaba la inscripción, al pie del marco, ribeteado en tonos dorados. Probablemente el autor había querido plasmar a Sansón y Dalila: tal vez la mujer, andaba compinchada con el pájaro, una alegoría de los malvados filisteos. La firma resultaba del todo ilegible, y el autor no escatimaba ningún detalle al mostrar las pertenencias vitales de los personajes.
—No —se quitó de nuevo las gafas—. Pertenece al anterior inquilino. No debió de caberle en el camión de la mudanza, y lleva aquí desde que me instalé. Si no viene a reclamarlo, lo colgaré allí —señaló la pared del fondo— una vez acaben los pintores. Puede que sea demasiado grande, pero me gusta. Tiene un no sé qué excitante.
—¿Excitante? No comparto su punto de vista, doctora Geltrú. A mí me parece la representación de una pesadilla. ¿Qué lleva la mujer en la mano? ¿Una cabeza humana?
—¿Quiere decir? Yo más bien diría que es un manojo de hierbas —sonrió—. Pero si no le gusta, mire hacia otro lado y en paz, ¿no?
Tomás Quelt se movió incómodo al pensar en la cara que pondrían el señor Hans Dietrich Sontag y el señor Gunter Fischer —el presidente y el director de personal del banco, respectivamente— si lo espiaran a él, el flamante director general de la filial española, por el ojo de la cerradura. Se repitió que acababa de comenzar un juego y lo suspendería tan pronto se le antojara, pero ignoraba que, llegado a determinado punto, tendría que seguirlo hasta el final, afrontando todas sus consecuencias.
—Empecemos, señor Quelt —tomó el bolígrafo con la mano izquierda y garabateó unas palabras en ilegible letra de médico. Una mota de pintura blanca en la yema de su dedo pulgar quebrantaba la armonía de las uñas esmaltadas en rojo.
El destello de un relámpago hizo que la luz volviera a parpadear.
Tomás Quelt se sintió palpitar las sienes y, de nuevo, el conato de acidez. Aunque desconocía el origen exacto de sus trastornos —que suponía engendrados por algún suceso que debió de ocurrir en la casa de los vientos—, abrigaba la certeza de que dos acontecimientos de reciente actualidad habían obrado a modo de detonantes para sentarlo esa tarde ante la doctora Geltrú:
Su nombramiento como director general del Bürgerlich Bank España, por una parte, y, por otra, su relación todavía incierta con Eva, la atractiva rubia de ojos verdes con la que creía experimentar un sentimiento más profundo que la mera satisfacción de los sentidos. Y se podía decir que ambas circunstancias iban cogidas de la mano.
Todo había empezado nueve o diez meses atrás.



















lunes, 29 de agosto de 2016




El jueves, 7 de julio, presentamos “Una trama mal ordida” en la librería La Llar del Llibre, de Sabadell. Asistieron más de cien personas y la librería agotó las existencias. Nuestro agradecimiento a todos.

Se trata de una novela escrita por nueve autores, que participaron en el taller literario presencial que impartimos en Sabadell el año 2011.   

Los autores son:


  • Ángeles Fons Moreno
  • Bernat Garcia Ruiz
  • Jaume Barberà Canudas
  • Jaume Casablancas Gallardo
  • Josep Mas Pons
  • Francesc Rovira Llacuna
  • Maria Carme Llumà Ritart
  • Maria del Pilar Truyols
  • Núria Bombardó i Codina