Francesc Rovira Llacuna en el programa "Convénzeme", con Mercedes Milá. Intenté convencerla de las excelencias de "Madame Bovary", de Gustave Flaubert y de la grave falta de verosimilitud de "La fortaleza digital", la primera novela que escribió un joven debutante llamado Dan Brown.
Primeros capítulos de mi anterior novela:
Héroe en la casa de los vientos
Preliminar
“El final de los tiempos se cernía sobre el mundo
mucho antes de lo anunciado en el Apocalipsis. Ése fue —al menos— el
significado que mi joven imaginación atribuyó a los sonoros toques horarios del
reloj de la iglesia mientras caía la última tarde de aquel verano.
Al concluir las campanadas, abandoné mi puesto de
mando y me dirigí al barracón procurando caminar con aplomo, como si marcara el
paso; no quería aparentar ningún signo de vacilación. Me detuve unos segundos
en la puerta para acostumbrar mis ojos a la penumbra; la bombilla del fondo
seguía fundida, y el pequeño tragaluz filtraba poco más que el silbido del
viento y el cercano rumor de las olas. Dentro, sólo se oían toses y algún débil
quejido.
—¡Tomás! —la voz profunda del coronel Guinness me
llamó desde la última fila de literas.
Lo busqué casi a tientas, sorteando decenas de camas
puestas en desorden. El aire olía a hospital y a desánimo; aquellos pobres
combatientes veían pasar mi sombra como un mal presagio.
—Quiero la verdad, Tomás —aunque su tono era firme,
apenas le brotaba un susurro—. Me han llegado rumores inquietantes. ¿Es verdad
que el Alto Mando no nos dejará tiempo para evacuar la zona?
Era yo y no el Alto Mando quien había tomado la
decisión, pero ¿para qué entrar en matices innecesarios? Me incliné sobre él
para no tener que alzar la voz. Sus ojos, inyectados en sangre, parecían los
últimos vestigios de vida en aquel rostro de cera. La profunda herida del tórax
había manchado la sábana de un rojo negruzco.
—¿La verdad? —hice una pausa. Pensé que un amago de
falsas esperanzas habría resultado poco verosímil y, sin duda, más cruel que la
propia verdad—. La verdad, Alec, es que estás malherido y aquejado de fiebres;
igual que todos. Echa un vistazo a tus hombres: los que no han caído bajo el
fuego de los japoneses van sucumbiendo a la malaria; aunque intentáramos la
evacuación, ninguno duraría más de una semana.
Alzó trabajosamente la cabeza, en un intento de
contemplar el dolor que albergaba el barracón: un viejo aserradero perdido en
la jungla del Pacífico, casi en la desembocadura del río Kwai. Lo habíamos
habilitado como enfermería de campaña para atajar las fiebres, pero después del
intercambio de plomo y metralla que había seguido a la voladura del puente,
apenas daba abasto para albergar a todos los heridos.
—¿Y Elisabeth? ¿Qué va a ser de ella?
—¿Elisabeth? —me senté despacio sobre un saco de
serrín; sólo quería ganar unos pocos segundos para ver el modo de mitigar la
crudeza de la situación—. No temas por Elisabeth —le señalé la cama vecina,
donde yacía la joven, a la que los ardores de la fiebre sumían en la inconsciencia
y encendían las mejillas otorgando un nuevo matiz a su extraordinaria
hermosura—. Nunca vas a perderla. Te acompañará, vayas donde vayas, y la
tendrás entre tus brazos por los siglos de los siglos.
Le sobrevino un acceso de tos seca, provocado en
parte por el polvo del saco de virutas. Cuando se calmó, le pasé un pañuelo por
los labios para quitarle el hilillo de sangre y le tendí la botella de whisky,
casi vacía, que tenía sobre los maderos improvisados como mesilla.
—Pero… ¿y los favores que me debes? —alzó la cabeza
y apuró el whisky de un solo trago.
—¿Te debo favores? —le tomé la botella—. Tiene
gracia —exclamé—; tú me debes la existencia.
—¿Y cuántas cosas tienes que agradecerme tú? —sus
ojos me apuntaron con suma indignación—. He ocupado tu sitio en primera línea
para que no te hiriera la metralla, he soportado las fiebres en tu lugar, he
peleado a muerte con ese maldito japonés, el coronel Sato, chapoteando en aguas
infectas. Hasta he llegado a suplir tu falta de arrojo cortejando por ti a la
chica que amas en secreto —señaló a Elisabeth—. ¿No vas a mover ni un dedo para
evitar que nos maten?
Tenía razón. Ninguna palabra podía refutar sus
argumentos. Y, para colmo, esa última tarde me asaltaba una terrible duda:
quizás el odioso militar japonés, con quien el coronel Guinness había librado
un duelo mortal en el río, hasta dejar su cadáver sumergido en aguas ensangrentadas,
no había sido del todo perverso. Tal vez ese cuerpo que ahora flotaba en la
desembocadura, como un muñeco a merced de las olas, había poseído el derecho de
todo ser humano a defender sus causas. Pero, conociendo al coronel, pensé que
mis vacilaciones habrían encendido su ira.
—Lo siento, Alec —le dije—. No sabes cuánto he
deseado que tú y Elisabeth sobrevivierais a la guerra y llegarais a formar un
hogar. Pero los acontecimientos se me han ido de las manos y el tiempo apremia.
El Alto Mando ha decidido que éste verano sea el último; quiere que no quede
ningún rastro de la batalla; y soy yo quien carga con esa amarga misión —me
puse en pie y, sin querer, di un leve cabezazo a la inservible bombilla, que
quedó oscilando como un péndulo.
—Pues, si ése es nuestro destino —volvió a toser un
poco—, acabemos ya. No quiero ver sufrir a Elisabeth.
Tragué saliva y moví la cabeza en señal de
afirmación.
El coronel, sacando a relucir las pocas fuerzas que
le quedaban, se incorporó hasta apoyar los pies en el suelo, se inclinó sobre
la cama vecina para besar a Elisabeth y, haciendo gala de su inveterada flema
británica, encendió con deliberada parsimonia un enorme cigarro puro —un
toscano, creo— que tenía en la mesilla. Al exhalar la nube de humo azul, noté
que su orgullo le obligaba a realizar cierto esfuerzo por reprimir el picor que
le debía de abrasar la garganta.
—¡Venga! ¿A qué esperas? —se plantó muy tieso,
mirándome como si desafiara a un imaginario pelotón de fusilamiento—. Toda mi
vida he jugado con la muerte; no me harás temblar ahora—. Y, para mi sorpresa,
se puso a silbotear la tonadilla de una pegadiza marcha militar cuyos acordes
me resultaban absolutamente familiares.
Me sequé los ojos con el dorso de la mano, le di la
espalda sabiendo que jamás nuestras miradas volverían a cruzarse y salí
cabizbajo. El disco enorme de la luna asomaba por Gregal como una gran bola de
fuego. Completamente ofuscado, subí a mi puesto de mando y eché un último
vistazo a la panorámica de la desembocadura, con sus arenosos meandros rodeados
de exuberante selva que, en otras circunstancias, habría resultado una réplica
del Paraíso. De nuevo me sobresaltó el reloj del campanario que, al tañer
ruidosamente, me significó el inicio de la cuenta atrás.
Al concluir las campanadas, decidí que había llegado
la hora. Dejé transcurrir unos segundos, contuve la respiración y pulsé
despacio el botón rojo. La mano me temblaba un poco, me sentía las palmas
húmedas. Tras un instante que me pareció eterno, ocurrió lo que había imaginado
decenas de veces que ocurriría si, por desgracia, llegaba ese momento:
Un resplandor tan brillante como un millón de soles
cegó los ojos de todo ser viviente; un calor infinito abrasó la tierra hasta
sus entrañas; sonó el estruendo más ensordecedor que jamás haya desgarrado el
oído humano. El aire se volvió incandescente, se evaporó el mar y se sublimaron
los cuerpos. Un apocalíptico hongo de fuego abarcó toda la selva y empezó a
crecer infinitamente hacia los treinta y dos puntos cardinales de la rosa
náutica.
Sí. Aquella tarde de agosto la humanidad fue borrada
de la faz de la tierra. Supe que el tiempo no iba a retroceder, como tantas
otras tardes. El coronel Guinness ya no volvería a vencer a los japoneses; las
tropas aliadas no repetirían su desembarco en Guadalcanal ni sucederían más
horrores como el de Hiroshima. Tampoco volvería a brotar del alma humana una
pasión sin límite, como la que había unido a la joven Elisabeth —mi primer amor
de juventud— y al apuesto coronel, a quien yo consideraba mi alter ego. No. Esa reacción en cadena
significaba el definitivo fin de los tiempos.
Nadie me lo había anunciado aún, pero estaba
convencido de que aquéllas iban a ser mis últimas vacaciones en la casa de los
vientos (era la casa de mis abuelos, y la llamábamos de ese modo por el mosaico
que había en el suelo, frente a la puerta de la entrada, que representaba la
rosa náutica con sus puntas señalando los correspondientes vientos).
El coronel, frente al puente que salvaba el río Kwai |
O, a lo mejor, viven aún. Lo ignoro (jamás he vuelto
a cruzar la puerta del desván ni he regresado a la casa de los vientos); pero me gusta creer que siguen vivos y
felices, porque nunca —ni entonces de niño ni ahora de adulto— he sido
partidario de los finales trágicos.
Intento que ni las circunstancias ni el transcurso
del tiempo deformen mi percepción de la realidad, pero a menudo me gusta jugar
con la idea de que el coronel no se resignó a quedarse en una minúscula
figurita inanimada que sólo cobraba vida en el cuarto de mis juegos. Quiso ser
real. Y, en el limitado universo de aquel viejo desván, donde mi abuelo serraba
y cepillaba la madera, fue tan real como lo eran las personas de carne y hueso
en el mundo de los adultos.
Lo engendré recortando a tijera el cartón de una
inservible cajetilla de medicamentos al que di forma humana y atribuí el don de
la vida; igual que Elisabeth, otra figurilla algo más menuda, en cuyo cuerpo
tracé a lápiz los detalles con que mi imaginación caracterizaba los misterios
de la intimidad femenina, y en la que personifiqué a la chica inalcanzable de
mi naciente adolescencia. También los demás soldados de uno y otro bando fueron
figuras minúsculas. Todos, hombres y mujeres —a los que movía a mi voluntad—
eran miniaturas de cartón que luchaban, amaban y morían entre tacos de madera,
motas de serrín y utensilios de carpintero. Yo les infundí la vida y escenifiqué
con ellos las historias sucedáneas que la realidad jamás iba a concederme. Y,
entre todos esos seres, el coronel Guinness se erigió en el gran héroe de mi
infancia y —por qué no reconocerlo— de casi toda mi existencia.
Acabadas las vacaciones, me reintegré a la rutina
del curso escolar con el anhelo de ocupar algún día, en el aún distante mundo
de los adultos, el mismo lugar que el coronel había ocupado aquel verano en mi
pequeño universo de cartón. Quería parecerme a él, quería hacerme un hombre
alto y fornido que caminara con aplomo militar. Tal vez, con los años, llegaría
a poseer su firmeza de carácter, su arrojo y —sobre todo— su poder para
enamorar a Elisabeth. Sí, en esa temprana época de mi vida, el coronel Guinness
fue un espejo que reflejaba todo lo que yo quería ser y no era”.
Héroe en la casa de
los vientos. Fragmento de la autobiografía inédita de
Tomás Quelt. (Alto ejecutivo de banca, escritor clandestino y devoto lector de
Marcel Proust).
“Mis largos años de
estudios sobre la mente me han llevado a la convicción de que determinadas
experiencias de la infancia, en apariencia olvidadas, sobreviven enquistadas en
el desván de la memoria.
Y siempre llega el
día en que, sorprendentemente, aun aplastadas bajo el peso de un sinfín de
vivencias posteriores, se inflaman en la mente adulta, y emergen con renovada
consistencia, aunque sea en sueños o adoptando un nuevo aspecto que las hace
irreconocibles”.
Sigmund
Freud.
1. Primera visita
Mientras despedía
al taxista, Tomás Quelt sintió una punzada de intranquilidad en la boca del
estómago. Se había formado una vaga noción de lo que podía depararle esa
lluviosa noche de mediados de primavera, pero estaba lejos aún de sospechar que
las próximas horas iban a marcar un antes y un después en su vida.
Contempló, inquieto,
cómo el vehículo se perdía al doblar la esquina, dejando tras de sí una estela
de humo blanquecino. Se refugió bajo el voladizo que cubría la entrada del
inmueble preguntándose aún si no habría empleado mejor su tiempo quedándose en
el banco, donde solía permanecer largas horas diseñando las campañas de
expansión, planificando la política de inversiones o presidiendo las sesiones
del comité de dirección. Cerró el paraguas y volvió a comprobar, a la luz de la
farola, las señas de la tarjeta: la dirección era correcta, pero el lugar no
era, ni por asomo, como lo había imaginado. El viejo bloque de oficinas presentaba
un aspecto de semi abandono, como la mayoría de casas de aquel oscuro callejón,
sobre cuyos tejados parecían vagar los fantasmas de la expropiación y el derribo.
Al
entrar en el ascensor, un destartalado montacargas que, sorprendentemente, aún
funcionaba, no le extrañó el repentino sabor ácido. Más que no extrañarle, casi
lo esperaba. Aquellas lejanas vacaciones en la
casa de los vientos habían dejado un estigma en su cerebro, que ni siquiera
la terapia —prescrita por él mismo— de redactar pasajes de su infancia para
hurgar en el subsuelo de su memoria, lograba borrar. Y, desde aquel verano, se
le formaba en la garganta un repugnante sabor agrio cada vez que las
circunstancias le obligaban a despojarse de su caparazón. Y despojarse de su
caparazón era lo que, sin duda alguna, se vería obligado a realizar esa misma noche.
Salió al
rellano de la última planta, pulsó el botón de la luz y se encontró frente a
una enorme puerta gris de pintura desconchada. No se podía decir que tuviera
una gran fe en la persona que esperaba ver cuando se abriera, pero, en
cualquier caso, poco podía perder, aparte del pequeño dispendio que iban a
significar los honorarios y una ínfima parte de su valioso tiempo.
Leyó la
placa de latón pegada a la pared y llamó al timbre. Sintió un estremecimiento
al imaginar qué ocurriría si alguno de los enemigos que se había labrado desde
que lo ficharon como director del banco (pocos, pero con mucho poder) le viera
apostado ante esa placa. Le rondó la cabeza la posibilidad de que esa cita hubiera
sido minuciosamente planificada por una mente pérfida; que formara parte de una
conspiración para desprestigiarle y acabar con su carrera en el banco. “Eres
algo rebuscado, Tomás —se dijo—. Creer que todo el mundo anda confabulado
alrededor de uno es el primer síntoma de la paranoia. Y no es tu caso”.
Un
relámpago iluminó fugazmente la enorme claraboya que coronaba el rellano, y la
lluvia se puso a repicar contra el cristal. El taconeo indudablemente femenino
que se aproximaba precedió al golpeteo del cerrojo y al chasquido de la puerta
moviéndose ruidosamente sobre sus goznes.
—Celebro
que haya venido, señor Quelt —la mujer comprobó su reloj de pulsera y esbozó
una leve sonrisa—. Ha sido muy puntual, a pesar del tiempo.
Era la
segunda vez en su vida que veía a la doctora Geltrú: más bien alta (quizás un
par de centímetros más que él), con la sonrisa prefabricada, de buena figura.
Las enormes gafas de gruesos cristales probablemente le otorgaban una edad
inmerecida y, a primera vista, no invitaban a caer en la tentación de buscarle
cualquier atractivo más arriba del cuello.
Cuando
se disponía a devolver el saludo, un sonoro trueno hizo vibrar todo el edificio
y las luces parpadearon como sobresaltadas. Fue ella la que habló a
continuación.
—No vea
qué susto —se llevó teatralmente la mano a la solapa de su chaquetilla blanca
como si tratara de comprobar que el corazón seguía en su sitio—. No soporto los
truenos.
—Iba a
decirle que me gusta emplear la misma puntualidad que exijo a los demás. Según
dicen mis colaboradores del banco, suelo pasarme de meticuloso, pero no existe
otra alternativa si queremos que el mundo funcione —adornó sus palabras con una
media sonrisa—. Y ha sido usted muy amable al darme cita para esta noche,
teniendo la agenda llena.
—¡Y tan
llena! —lo miró de soslayo, como si buscara algún trasfondo en esa observación—.
Estoy dando hora para dentro de tres meses, ya se lo he dicho por teléfono. Y
no se extrañe de que estemos solos; con este tiempo me han fallado varias
visitas.
—¡Vaya!,
que sin pretenderlo, le he salvado la tarde.
—Se
puede decir que sí. Pero vamos, pase, no se quede en la puerta.
Le
franqueó la entrada a una sala de paredes desconchadas y techo alto, amueblada
sólo con un par de banquetas raídas y una vieja mesilla con revistas. Tomás
Quelt buscó con la mirada un lugar donde depositar el paraguas.
—Déjelo
ahí —le señaló el ángulo de la desnuda pared, junto a la entrada. La práctica ausencia
de mobiliario otorgaba cierto eco a sus voces, como ocurre en los inmuebles
abandonados.
Pasó por
su lado, casi rozándolo, y abrió la puerta que daba a un largo pasillo
alumbrado por una ristra de pálidos fluorescentes. Constató que despedía un
aroma suave, administrado en la dosis justa, lo que obró como paliativo del
sabor avinagrado que le fabricaban sus temores.
—Sígame,
por favor —tomó la delantera.
A Tomás Quelt le
resultó imposible evitar que sus ojos le recorrieran minuciosamente el ajustado
vaquero, simuladamente gastado por las nalgas, que la escueta chaquetilla
blanca le cubría sólo hasta la mitad. De todos modos, no era su tipo: aparte de
las feas gafas, la opulencia de sus caderas, aun lejos de incurrir en el
exceso, contribuía a descartarla como mujer capaz de prender la chispa a sus instintos.
No le pasó por alto el olor a pintura fresca y a aguarrás, esa vez real.
—Entre, señor Quelt.
La sala de consulta
parecía en plena mudanza.
—Siéntese —le indicó
una de las dos sillas colocadas frente a la mesa de escritorio—. Y disculpe
este desbarajuste; es todo provisional —se inclinó a recoger una columna de
libros sobre la que reposaba un ordenador portátil.
—Es la
impresión que he sacado al bajar del taxi —se acomodó en la silla.
—El
edificio está que se cae —depositó los libros y el portátil en el suelo, junto
a una pila de diplomas enmarcados, aún por colgar—. Me están reformando la
consulta de la Bonanova y no podré volver a instalarme allí hasta septiembre
—ocupó su puesto al otro lado de la mesa.
—La Bonanova es una
de las zonas más cotizadas de Barcelona —observó Quelt.
—No hace
falta que me lo diga, pago una barbaridad de alquiler. Y va a costarme un pico
la reforma; a lo mejor voy a necesitar un crédito de su banco —se quitó las
gafas y le obsequió con una sonrisa más bien forzada, a la que Tomás Quelt se
sintió obligado a corresponder.
Desprovista
de las antiparras, le pareció casi fotogénica: la leve sinuosidad de los
pómulos, la melenita negra de pelo lacio y los labios, finos y discretamente
coloreados, mostraban un cuadro bastante armónico. A pesar de su relativa juventud,
hablaba como una mujer madura y experimentada, que está de vuelta de todo.
Calculó que no debía de andar lejos de los cuarenta.
Quelt recorrió con la
vista el techo y las paredes quizás para perder un poco de tiempo. Acudía a la
consulta como el náufrago que se agarra a la única tabla de que dispone y le
trae sin cuidado la solidez del maderamen, pero un miedo absurdo le compelía a
demorar la definitiva entrada en materia.
El temor estaba
justificado: nunca se había postrado en el diván de un psiquiatra y ni siquiera
le había pasado por la cabeza la idea de que algún día llegaría a hacerlo.
Indiscutiblemente,
el despacho se podía calificar de infame, igual que todo el edificio y sus
alrededores. Aparte de la foto de sobremesa —una jovencita de cierto parecido
con la doctora— y los libros apilados por todos los rincones, sólo un enorme
cuadro en blanco y negro apoyado en la pared, una escalera de mano tumbada y un
bote de pintura blanca en la repisa del alto ventanal venían a romper la
monotonía del parco mobiliario y las cuatro paredes. La humedad, sedimentada en
la pintura, por debajo de los cristales, formaba manchas de diferentes formas y
tamaños.
—Póngase
cómodo, señor Quelt —dijo ella, depositando sobre el escritorio un folio con
membrete de la consulta—. Para empezar, quiero que responda a una serie de
preguntas —abrió el cajón y se puso a hurgar en un legajo de cuartillas
impresas.
Quelt, que sin
pretenderlo se había labrado en el banco cierta fama de experto en arte, se
entretuvo a observar el cuadro aún por colgar: era la litografía de un dibujo
al carbón, de tamaño casi natural, que representaba a un hombre desnudo,
revolviéndose en un gesto de protección o de dolor, mientras una siniestra ave
trataba de hincarle sus garras en los ojos. En segundo plano, una mujer
—también desnuda— presenciaba la lucha sosteniendo un objeto difuso, que lo
mismo podía tratarse de un matojo, que de la cabeza de un decapitado.
—Ya veo
—dijo, con el doble propósito de simular cierto humor y aplazar unos segundos el
inevitable desnudo mental—, la primera prueba consistirá en que interprete su
significado.
Ella se
colocó las gafas y contempló el cuadro como si fuera la primera vez que lo
veía.
La posesión - 1974, rezaba la
inscripción, al pie del marco, ribeteado en tonos dorados. Probablemente el
autor había querido plasmar a Sansón y Dalila: tal vez la mujer, andaba compinchada
con el pájaro, una alegoría de los malvados filisteos. La firma resultaba del
todo ilegible, y el autor no escatimaba ningún detalle al mostrar las
pertenencias vitales de los personajes.
—No —se
quitó de nuevo las gafas—. Pertenece al anterior inquilino. No debió de caberle
en el camión de la mudanza, y lleva aquí desde que me instalé. Si no viene a
reclamarlo, lo colgaré allí —señaló la pared del fondo— una vez acaben los
pintores. Puede que sea demasiado grande, pero me gusta. Tiene un no sé qué
excitante.
—¿Excitante? No
comparto su punto de vista, doctora Geltrú. A mí me parece la representación de
una pesadilla. ¿Qué lleva la mujer en la mano? ¿Una cabeza humana?
—¿Quiere
decir? Yo más bien diría que es un manojo de hierbas —sonrió—. Pero si no le gusta,
mire hacia otro lado y en paz, ¿no?
Tomás Quelt se movió
incómodo al pensar en la cara que pondrían el señor Hans Dietrich Sontag y el
señor Gunter Fischer —el presidente y el director de personal del banco,
respectivamente— si lo espiaran a él, el flamante director general de la filial
española, por el ojo de la cerradura. Se repitió que acababa de comenzar un
juego y lo suspendería tan pronto se le antojara, pero ignoraba que, llegado a
determinado punto, tendría que seguirlo hasta el final, afrontando todas sus
consecuencias.
—Empecemos, señor
Quelt —tomó el bolígrafo con la mano izquierda y garabateó unas palabras en
ilegible letra de médico. Una mota de pintura blanca en la yema de su dedo
pulgar quebrantaba la armonía de las uñas esmaltadas en rojo.
El destello de un
relámpago hizo que la luz volviera a parpadear.
Tomás Quelt se sintió
palpitar las sienes y, de nuevo, el conato de acidez. Aunque desconocía el
origen exacto de sus trastornos —que suponía engendrados por algún suceso que
debió de ocurrir en la casa de los
vientos—, abrigaba la certeza de que dos acontecimientos de reciente
actualidad habían obrado a modo de detonantes para sentarlo esa tarde ante la
doctora Geltrú:
Su nombramiento como
director general del Bürgerlich Bank
España, por una parte, y, por otra, su relación todavía incierta con Eva,
la atractiva rubia de ojos verdes con la que creía experimentar un sentimiento
más profundo que la mera satisfacción de los sentidos. Y se podía decir que
ambas circunstancias iban cogidas de la mano.
Todo había empezado
nueve o diez meses atrás.